¿Quién se acostumbra como
si nada a levantarse cada mañana como un caballero medieval que ha dormido con
su cota de malla y su armadura, que encima se ha oxidado de repente, y su
caballo ha desaparecido?
Las praderas amarillas de
los sueños de mi infancia siguen siendo vastas, hermosas y rasas y siento el
mismo deseo de siempre de atravesarlas, como decía Kafka
”...cabalgando sobre un
caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra
estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta
arrojar las riendas porque no hacen falta riendas…”
La vejez me ha sorprendido,
ha llegado hasta mí arrollándome como un tsunami, y estoy desconcertada….
… Y enfadada, como una
niña rebelde, me dice mi amado hijo- Y tú no eres así, madre.
Acéptalo y no le des más
vueltas, me digo.
Pero no es fácil alinear
este cuerpo gastado y en apuros con mi espíritu todavía aventurero, salvaje,
inconformista y hasta gamberro.
No es fácil acostumbrarse a
las arrugas, a la falta de flexibilidad y de tono muscular, a los dolores
constantes de la artritis, a no poder saltar escaleras de dos en dos ni
acuclillarse… A tener que sentarme cuando llevo menos de una hora caminando.
Sé que mi vejez y yo acabaremos pactando y echándonos unas risas, pero en este momento no la aguanto. Y ella, vengativa y sabiendo que tiene las de ganar, me mantiene atrapada en esta armadura oxidada hasta que me rinda o acepte su mandato, riéndose de mi ilusoria rebeldía.
Mensaje que mi vejez ha enviado por wasap con mucha guasa mientras andaba de compras para olvidar:
Nena (risas) vas a cumplir 68 años esta primavera, y según cualquier libro de estilo eres a todos los efectos una anciana (más risas). Déjate de zarandajas medievales y acéptalo.