“Lanza tu corazón delante de ti y corre para atraparlo”

Necesitaba aliviar el desasosiego que a veces me invade de querer estar en otros lugares y en otras vidas, me arranqué el corazón y le ordené: ¡vuela!
Y mi corazón saltó por la ventana, cruzó el semáforo en rojo sorteando dos bicis, una moto y un coche de bomberos. Trepó a un árbol y con las venas periféricas le tejió un jersey a un polluelo desnudo que lloraba de frío.
Sufrió vértigo de altura por falta de costumbre y cayo rodando hasta perderse por la ranura de la alcantarilla. Donde una rata húmeda, de nariz rosa y largos bigotes le dio un bocado dibujando una media luna en su músculo liso.
Mi corazón dio un vuelco y se dejó llevar por la corriente. Se mantuvo a flote entre un calcetín desparejado, los pedazos de una carta de amor y ¡por suerte! la descarga del suavizante para la ropa de mi vecina que huele a jabón de Marsella.


Yo lo seguía exhausta y esperanzada. Y no sé cómo llegamos a mar abierto.
Mi corazón se hizo mascarón de proa de un velero bergantín comandado por un pirata cojo, un loro irónico y una tripulación indolente.
Viajamos tanto que no nos daba tiempo a deshacer las maletas ni adecuar el vestuario a las distintas intemperies. Cambiamos el placer de la cotidianidad por el sobresalto y la expectativa; y la construcción de relaciones sólidas por hermosos castillos de naipes que se deshacían antes de acabar de instalarnos.
Hasta que un día mi corazón se plantó. Herido y cansado, me dijo: quiero volver a casa y agotar los latidos que me toquen junto a la gente que amo.

Y es que “el corazón es un niño que espera lo que desea”