-Lo siento, linda, le dijo Nora dándole un beso de despedida- pero las galletas no pueden ir a la playa, porque se ponen blandungas con la humedad, como dice mi yaya.
Marieta, muy enfadada, fue hasta el cajón de la cocina donde se guardan los rótulos para las conservas y escribió “galleta triste” lo pegó en su bote y se encerró con dos vueltas de rosca. Antes, quitó de su vista el retrato de Nora.
El Tomate botarate, con su gracejo canario, le contó chistes de cebollinos y otras hierbas, pero Marieta lo ignoró.
-Anda Marieta, que para triste yo, que siempre hago llorar a todo el mundo, pero una galleta es salada, tostada, amada…no se puede estar triste con esos adjetivos. Pero a Marieta ni siquiera se le empañaron los ojos e ignoró a la amable cebolla llorona.
Llegó el turno de los pimientos italianos, tan verdes, tan estilizados y pintureros con sus tutús de ballet que improvisaron una deliciosa danza. Pero Marieta seguía enfadada y triste y los echó de malas maneras...
Los tenedores circenses eran unos consumados equilibristas y nadie podía verlos sin reírse cuando el limón, pinchado al final de la torre, pedía socorro asustado, sudando de miedo con sus gotas cítricas y olorosas.
Un día los amigos de Marieta dejaron de ir a verla, cansados de su indiferencia y mal humor.
Y la galleta se sintió tan sola que lloró y lloró hasta que su encierro se transformó en una mar de lágrimas. Y no podía escapar del bote.
Estaba ya medio pachucha y desecha, cuando la gaviota reidora se posó en el alféizar de la ventana con su alegre hi, hi, hi.
Marieta le dijo con signos que no se podía abrir la tapa, pero la gaviota reidora, que era apañada y audaz, buscó una cuchara y saltando sobre uno de los extremos hizo palanca y rompió el bote liberando a la galleta triste.
Y la gaviota
se llevo a Marieta en el pico a dar una vuelta para que se secara. Y una vez crujiente la llevó de veraneo a
la playa de Chiquilín, una playa donde las galletas no se ponen
blandungas.
Nora fue de incognito y pudo verlo con sus propios ojos color de cielo. Pensó que Marieta sería más feliz en aquella playa, que en un bote, por muchos mimos que ella le diera.
Marieta, la galleta triste de esta historia, recuperó su sonrisa para siempre, y Chiquilín encontró irresistible el cuerpo redondo y crujiente de su amada, tanto que a veces le daban ganas de darle un mordisquito.
Aquí los puedes ver paseando por la playa haciendo manitas y diciéndose palabras de amor sencillas y tiernas.
Y ahora, que has llegado al final de esta historia, ¿a ver cómo ahogas a una galleta con leche y te la comes sin sentirte un poco caníbal?