El hombre de mi historia no tenía motivos importantes para ser infeliz. Pero un día, giró sus ojos hacia adentro, se concentró en sí mismo y se inventó un mundo asqueroso que parecía conspirar contra él.
Los párpados se le quedaron abiertos, atascados por el asombro. Las pestañas se mustiaron añorando la humedad de la emoción y la que provocaba la risa, y los globos oculares al revés le daban un aire de zombi desvalido.
Para disimular el estropicio, el hombre se compró unos ojos.
- Los de soñador son los menos comprometidos, dan el pego en cualquier circunstancia – le dijo el viejo artesano, una eminencia en ojos para los que no quieren ver.
El hombre salió a dar un paseo con sus ojos de mentira, orgulloso de que nadie pudiera descubrir su infelicidad, miraba soñador mientras sus ojos de verdad se abrían paso a través del ombligo, redondo y anudado como sus emociones.
Qué desaguisado. Su corazón ya no era rojo y latía con desgana. Vio como la desesperanza y el resentimiento tejían paranoias entre sus costillas flotantes. Y no hizo nada por salvar a la empatía que se ahogaba en una artería taponada por la furia.
Él, que antaño amaba la belleza, se perdió para siempre los atardeceres, que dibujaban con tinta china los paisajes sobre un cielo naranja y malva, las sonrisas enigmáticas, el cruce de miradas y un montón de pequeños placeres que os podéis imaginar.
Entre su mujer y el hombre se instaló una autopista de silencio, cada vez más desangelada, cada día más ancha. Por la noche miraban la tele, es un decir, porque sus ojos de verdad seguían mirando hacia adentro. Una vez en la cama se daban la espalda antes de dormir.
Entonces él se quitaba sus ojos de soñador, los guardaba con cuidado en una cajita de nácar, y lloraba desconsolado en la oscuridad.