Desahogos de un Oso amoroso


Oso amoroso en el coche de Fernando

Querido amigo:

Te quiero, pero esto no puede seguir así.

He soportado que cuando estabas preocupado o aburrido me llevaras arrastras, también los baños que a ti tanta risa te daban y que acababan con tu madre chillando y mis orejas apretadas por dos pinzas de la ropa en el tendedero y varios días de intemperie.

He tolerado tu indiferencia cuando te enamorabas y tus achuchones imperiosos con besos húmedos y confidencias cuando ellas te dejaban.

He sufrido que tu padre insinuara que teníamos algo más que una bonita amistad, que tu madre a solas me llamara oso roñoso y tu abuela se empeñara en tejerme jerséis, siempre azules, porque el azul es el color para los niños chicos.

 He sobrevivido a modas, cambios de decoración y hasta tendencias educativas y de higiene sin venirme abajo.


Aun hoy  sigo siendo el confidente de tus anhelos, el muladar de tus decepciones, el consuelo de tus desamores, el amigo incondicional con el que conjuras tus miedos cuando la noche baila sobre los tejados y no hay luna que valga, porque tu ventana da a un patio interior que huele a guisos y al suavizante de mi colega el Mimosín.


El famoso Mimosín intervenido por Tesa 

Fernando, amigo, o me jubilas con las Barbies de tu hermana y paso el resto de mis días como uno de esos yihadistas que creen en el Paraíso o me largo con un motero amante de la música y la estética de los Village People, que ya no soporto más esta vida absurda a la que me arrastras. 

Me da grima tu chófer, que en cuanto te vas pone RadioTaxi-Olé a todo trapo y gime  de nostalgia  por su anterior curro.  Mientras el mondadientes que lleva en el bolsillo desde el desayuno vuelve a su boca como un concienzudo pájaro parasito limpiador. Vomitivo.

Fernando, amigo,  que en diciembre vas a cumplir 38 años. Ya no eres un niño sino un hombre un poco inmaduro capaz de cualquier vileza por un poco de poder y dinero.

 Yo sólo soy  un engaño para que te creas que todavía hay ternura en tu indiferente corazón de especulador y hombre gris sin sueños. 

No quiero ser cómplice de tu error. Por los buenos tiempos, déjame partir. Te propongo una separación sin dramas, asquerosamente civilizada.  

Un abrazo de tu único amigo de verdad,

tú oso amoroso

Psicosis



Cuando en sus sueños aparece la niebla, los caballos amarillos y las mujeres solitarias huyendo de edificios deshabitados con niños colgados de sus pechos, Amanda sabe que algo inesperado está a punto de ocurrir.

La noche anterior al suceso, Amanda soñó y soñó desde la fase Rem a la Delta, desde la vigía a la duermevela hasta que el despertador gritó desde la mesilla de noche con su timbre desafinado e hiriente.

Le costó incorporarse, como si durante la noche hubiese echado raíces o entre los omoplatos le hubiera crecido un musgo compacto y húmedo. Un escalofrío culebreó por la espina dorsal hasta perderse donde la evolución la había librado de lucir rabo.

Sin prisas se preparó un café cargado, encendió un pitillo- tenía que dejarlo- junto con retomar sus clases de yoga, practicar el inglés, ordenar los armarios, tener un hijo, tal vez un marido o un gato…

Tomaría un baño con sales de lavanda mientras en la cadena de música la voz de Dinah Washington cantaba Mad about de boy… y pensaría en cómo darle un giro a su vida.

No voy a reseñar con detalle en qué empleó Amanda su mañana de asueto y voy rauda a lo acontecido aquella tarde de otoño calurosa y seca como el lagrimal de un asesino en serie.

Barcelona. Cinco y treinta y cinco de la tarde, el sol cae a plomo sobre la plaza de Sant Jaume. Amanda ha quedado con una amiga en la Tetería del barrio judío, que huele a jengibre, menta y canela. Camina abstraída entre turistas que son los únicos que se atreven a vagabundear por la calle a esas horas.

Antes de que enfile las callejuelas estrechas y sombrías del call judío, nota un tirón a sus espaldas.  

Una masa negra, al principio informe, emerge de las plantas del calzado deportivo de Amanda y dividida en dos bandas se arrastra por el suelo. La Sombra se recuesta exhausta contra el muro, se yergue y se agiganta amenazante. Y en un requiebro corta con la zurda las ligaduras y corre alocada susurrando con su voz ahumada: Soy libre, libre…

-Vuelve. No eres nadie sin mí, le grita Amanda antes de perder el conocimiento.

Los médicos no encuentran explicación a la enfermedad de Amanda, apatía general sin causas conocidas y alucinaciones, diagnostican.

-Hola, le dice el psiquiatra, cuéntame esa historia de tu sombra, Amanda.

Y el galeno no puede evitar una sonrisa de condescendencia, mientras escribe en un papel: Psicótica.

Pero yo sé, porque lo vi, y ahora vosotros también que Amanda no tiene alucinaciones. Pobre Amanda.

(Cuento que dedico a mi amiga Silvia de wastedcherry  ¡Feliz cumpleaños!)