Mari Pili y Lilliput viven en una de las estanterías de mi casa. No importa que las visitas los miren con guasa. No tienen estilo ni parecen valiosos, pero sí lo son para mí. Cómo se cruzaron en mi camino es el inicio de este cuento de amor.
Cuando era pequeño, mi hijo Adrià recolectaba en una caja de zapatos tornillos, piezas de lego, botones y trozos varios de consistencias inesperadas. Su arsenal estaba destinado al proyecto de un robot inteligente que se encargaría de mis tareas domésticas para que yo dispusiera de todo el tiempo libre para jugar.
Nunca olvidé aquella enternecedora oferta. Parece que él tampoco, y un día me regaló a Lilliput en memoria de aquel sueño que no pudo cumplir.
Mari Pili lleva conmigo más de cuarenta años. Se la trajeron de Alemania a una compañera del cole. Una pecosa consentida y mimada insoportable que la arrojó al suelo enfadada, porque, según su criterio, era horrorosa.
“A mí me gusta su sonrisa” – le dije
Me miró un segundo desconcertada. Y sin pestañear, clavó con saña el talón de su zapato gorila sobre la cara de la muñeca diciendo:
“El monstruo es tuyo, si queda algo”.
La robustez de la fabricación alemana ganó al sadismo de la pelirroja.
Recogí la muñeca del suelo y mientras la bañaba en la fuente del patio, donde sobrevivían dos peces naranjas, tres renacuajos transparentes y una libélula verde le dije:
“No eres fea, sólo distinta. ¿Te gusta Mari Pili? Suena chispeante”.
Cuando se hizo mayor, le quité sus ropas de niña y la vestí de largo con un pañuelo chic que me había regalado mi amiga pija. Ella está preciosa con él. Mi amiga no me lo perdonado.
Liliput y Mari Pili, al principio ni se miraban. Épocas distintas, distintos intereses y procedencias…
Él parecía frío con su body de hojalata y ella, con su trauma infantil de fea, ni siquiera lo intentó con “el mosito”, un oso roñoso con más años que la Heidi y un solo ojo, que de buen grado la hubiera achuchado entre sus brazos de felpa y que acabó sucumbiendo a los tejemanejes del diablillo molón.
Juzguen ustedes. Me he limitado a encuadrar con mi cámara las escenas del romance tórrido de estos dos. Mi foca antiestrés Bobita anda trastocada componiendo escenas babositas con la pareja. Se ha pirado de la mesa de mi ordenador.
Para siempre, me dijo, y añadió:
“Prefiero ser la mascota de unos enamorados, a que me estrujes entre tus manazas. Que deberías medir un metro noventa para tenerlas tan grandes”.
Bobita se ha montado un jacuzzi en una taza de desayuno, me ignora y suspira soñando con un Bobito
Y mi pequeña Mari Pili y Liliput retozan sobre el mantel rojo pasión de la mesa de la terraza. Él corta un geranio de la maceta para su princesa y el amanecer los encuentra susurrando palabras de amor sencillas y tiernas.