Sin ti no soy nada


Sin ti no soy nada pensó con su cabeza de hojalata dispuesto a morir en aquella papelera. Las luces de Navidad vestían de colores su mortaja. El papel de regalo se lo llevó el viento dejando a Lilliput tiritando en su agonía.




 
Sin  ti no soy nada, grabó aquella mañana con sus manospinza en la silla del balcón antes de dar un salto mortal y lanzarse al vacío.



Sin ti no soy nada, dibujó en el aire como un acróbata celeste y se agarró a una rama amortiguando el cacharrazo contra el asfalto.

Caminó por las calles sin rumbo y una idea latiendo en su pecho de lata: dar con ella.



La criatura roja y cilíndrica con un solo ojo le cortó el paso. Y Lilliput tratando de llegar al corazón de su colega metálico halló un néctar dorado y espumoso que le aflojó los tornillos y le enturbió los pensamientos.



Sssin ti no sssoy nadaaa, cantaba tratando de esquivar  a las máquinas de enormes ojos que rugían entre las sombras.

No recuerda cómo apareció en aquel portal, subido a un cartón de vino Don Simón junto al bulto de un gigante debajo de una manta que le decía:
- ¡Tranquilo, coleguita, que aquí sanan el alma! Cuando abran, pedimos hora, que esto lo cubre la Ley de Dependencia.


Ahogada su resaca, que no sus penas, con el líquido con más cloro del mundo, cortesía de Aguas de Barcelona, reanudó la búsqueda.  




Dispuesto a llegar hasta las mismas puertas del infierno, Lilliput  henchido de pasión, levantó su puñopinza y arengó a los paseantes:

Clamé al cielo, y no me oyó.

Mas, si sus puertas me cierra,

de mis pasos en la Tierra

responda el cielo, no yo.


La buscó sin descanso  entre las ruinas, por la playa, en los parques...



¡Sin ti no soy nada, Mari Pili!, gritó en medio del paseo solitario, pegado a su sombra para sentirse menos solo.

De pronto un estruendo inesperado le hizo ponerse a buen recaudo. Un camión de la basura blanco y verde paró a unos metros de donde se encontraba. Dos hombres manipularon un contenedor de restos.

- Mira, Pepe, parece que alguien se ha deshecho de sus muñecas.

-¡¡Mari Pili!!

Sintió una punzada en su pecho de hojalata. Trato de darse cuerda y seguir al camión, pero la cercanía del mar había atascado sus mecanismos.



La posición de la silla del balcón con el nombre de Mari Pili grabado en el respaldo fue la pista que me llevó hasta mi pequeño Lilliput. Lo demás fue pan comido, que para eso me trago por amor los CSI de Las Vegas, Miami y New York cada lunes, llueva, truene o relampaguee.

Volví a sacar a Mari Pili del baúl de los recuerdos donde la había guardado en un arranque tonto de estética, y juntas bañamos a robotito para quitarle el polvo del camino.
Y así los dejé, con sus arrumacos y su poesía:
No me dejes, Mari Pili, porque yo sin ti no soy nada

Cuento de amor ilustrado: Mari Pili y Lilliput


Mari Pili y Lilliput viven en una de las estanterías de mi casa. No importa que las visitas los miren con guasa. No tienen estilo ni parecen valiosos, pero sí lo son para mí. Cómo se cruzaron en mi camino es el inicio de este cuento de amor.

 
Cuando era pequeño, mi hijo Adrià recolectaba en una caja de zapatos tornillos, piezas de lego, botones y trozos varios de consistencias inesperadas. Su arsenal estaba destinado al proyecto de un robot inteligente que se encargaría de mis tareas domésticas para que yo dispusiera de todo el tiempo libre para jugar. 




Nunca olvidé aquella enternecedora oferta. Parece que él tampoco, y un día me regaló a Lilliput en memoria de aquel sueño que no pudo cumplir. 

Mari Pili lleva conmigo más de cuarenta años. Se la trajeron de Alemania a una compañera del cole. Una pecosa consentida y mimada insoportable que la arrojó al suelo enfadada, porque, según su criterio, era horrorosa.

 “A mí me gusta su sonrisa” – le dije

Me miró un segundo desconcertada. Y sin pestañear, clavó con saña el talón de su zapato gorila sobre la cara de la muñeca diciendo:

 “El monstruo es tuyo, si queda algo”. 

La robustez de la fabricación alemana ganó al sadismo de la pelirroja.
  

Recogí la muñeca del suelo y mientras la bañaba en la fuente del patio, donde sobrevivían dos peces naranjas, tres renacuajos transparentes y una libélula verde le dije: 

“No eres fea, sólo distinta. ¿Te gusta Mari Pili? Suena chispeante”.

 
Cuando se hizo mayor, le quité sus ropas de niña y la vestí de largo con un pañuelo chic que me había regalado mi amiga pija. Ella está preciosa con él. Mi amiga no me lo perdonado. 


 
Liliput y Mari Pili, al principio ni se miraban. Épocas distintas, distintos intereses y procedencias…

Él parecía frío con su body de hojalata y ella, con su trauma infantil de fea, ni siquiera lo intentó con  “el mosito”, un oso roñoso con más  años que la Heidi y un solo ojo, que de buen grado la hubiera achuchado entre sus brazos de felpa y que acabó sucumbiendo  a los tejemanejes del diablillo molón. 


Juzguen ustedes. Me he limitado a encuadrar con mi cámara las escenas del romance tórrido de estos dos. Mi foca antiestrés Bobita anda trastocada componiendo escenas babositas con la pareja.  Se ha pirado de la mesa de mi ordenador.
 Para siempre, me dijo, y añadió:



“Prefiero ser la mascota de unos enamorados, a que me estrujes entre tus manazas. Que deberías medir un metro noventa para tenerlas tan grandes”.

Bobita se ha montado un jacuzzi en una taza de desayuno, me ignora y suspira soñando con un Bobito 



Y mi pequeña Mari Pili y Liliput retozan sobre el mantel rojo pasión de la mesa de la terraza. Él corta un geranio de la maceta para su princesa y el amanecer los encuentra susurrando palabras de amor sencillas y tiernas.