-Esta niña es una lunática o algo peor- cabeceaba
la monjita, conjurando con la señal de la cruz mi respuesta y dándome a besar
su crucifijo, que yo apenas rozaba porque olía a sopa y mocos.
-No puedes ser espadachín, de ninguna de las
maneras, niña. Eso son paparruchadas.
-Pues
indio del Canadá –insistía yo.
Mis dos únicas alternativas de futuro a los ocho
años.
-No
sé que voy a hacer con ella-decía mi madre, por decir- Está
siempre en las nubes.
Y
a mí me parecía que aquellos adultos eran unos extravagantes aburridos, que
preferían que fuera secretaria o enfermera, como mi madre. O criada, como me
aconsejaba la monja. Como niña pobre y rural, mi destino natural en aquella
España de los 60.
Para
espadachín, me entrenaba por los largos
corredores del colegio, cortando en pedazos con mi espada imaginaria el aire
rancio de tanto rezo.
A
un silbido, acudía mi corcel y juntos saltábamos desde el campanario y
marchábamos a galope, a desfacer entuertos, por esa Castilla que era tan ancha, según
mis libros de texto.
Para
indio del Canadá tenía las praderas del
recreo y la sombra de la higuera. Cerraba los ojos y acunándome a ritmo de
tambores, dibujaba con señales de humo un ese o ese para espantar mi soledad de niña.
-¡Lunática!
-¿Es
a mí?
Y
me reía apuntando con mi flecha al hombre blanco, que quería arrebatarme el
horizonte y la inmensidad de las praderas para arrastrarme a su mundo pequeño, casposo
y oscuro, lleno de supersticiones y normas absurdas.
Puede
que ese sea el origen de mi extraña melancolía.