Tratando
de explicarle a mi nieta de cinco años, con caras y gestos de anime japonés, cómo podía dibujar un
gato que se había quemado al tocar una bola de fuego, ella me cortó sin
contemplaciones:
-
No,
así no.
-
¿…?
-
¡Dibujamos
un montón de carbón negro, dos ojos y ya está!
-
¿Y
el rabo?
-
En
el montón de carbón. ¡Se ha quemado!- me explicó, con un suspiro de paciencia
resignada, poniendo sus manitas con las palmas boca arriba, como diciendo, es
obvio ¿no?
A ver qué opina cuando le enseñe “mi
dibujo” para ilustrar su genial idea.
De vuelta a casa sonreía recordando
la anécdota y me hice el propósito de aligerar mis pensamientos y dejarlos en
la esencia con la sabiduría y la creatividad de un niño.
Menuda tarea en estos tiempos grises…
Reconozco que mi mente funciona como
una centrifugadora. Doy miles de vueltas a cualquier cuestión, bajo y subo del abismo
a los tejados buscando el equilibrio que me mantenga cuerda ante este mundo
absurdo que me envuelve y del que no me siento parte.
Me entran ganas de emigrar a mis
adentros y salir de mi montón de carbón como ojos asombrados sólo cuando haya
algo que sea bello y esencial como el gato carbonizado de mi nieta.