Soy como una navaja suiza multifunción:
madre, esposa, amante, amiga, confidente, etcétera… y, en mis ratos libres, una
mujer que desea.
A veces siento que mis deseos corren por las venas como animales
enjaulados, que se agazapan en mi garganta y se anudan esperando que me rebele,
que los libere de las legañas de los sueños. Cuando se muestran exigentes y salvajes,
los domestico con mi disfraz de chica buena. Y los veo volver mansos al cajón
de Asuntos pendientes. Me rompen el
corazón.
No
pido, DESEO. Y no quiero desear algo que pueda conseguir con facilidad,
porque entonces la intensidad de ese anhelo se convierte en una lista de la
compra, práctica pero anodina.
Sé que sólo las princesas de los
cuentos consiguen ser felices y comer perdices para siempre.
El manual de instrucciones con el
que venimos de fábrica nos sirve para una puesta en marcha sin florituras. Pero luego
hay que trajinar con la plasticidad del cerebro, las experiencias, las
consecuencias de nuestras elecciones. Gestionar las emociones, los
contratiempos, las pérdidas, los fracasos y los pequeños éxitos.
Dice el neurobiólogo Pierre Magistretti que “estamos programados para ser únicos y que, tal
vez la libertad de la que disponemos para lograrlo sea el motivo de nuestra
infelicidad”
Lo bueno de esta afirmación es que
nos libera del determinismo. Ni genes ni hostias. Hay que currárselo. Estamos
solos para escribir el guión de nuestra vida, sin el alivio que nos daba echar la culpa a otros de lo que somos ni de
cómo nos sentimos.
Lo malo, es que nos hace responsables
de lo que elegimos. Y al elegir siempre dejamos de lado algo que también nos
apetece. Y puede que esa libertad para decidir y no acertar o el desasosiego
entre elección y elección sea el motivo de nuestra infelicidad.
Mi infelicidad es intermitente y
le disputa al humor el protagonismo que tiene en el guión de mi existencia. Ahí
andan a la greña. Que no decaiga. A mí me van las tragicomedias.