Llegó a la mesa con dos gotas lluvia en la esfera del reloj, entre las nueve y el cuarto, y olor a Lavanda Inglesa.
Nuestras mesas estaban pegadas, pero él no sentía ninguna curiosidad vecinal. Esperó paciente a que retiraran el servicio anterior.
Miraba más allá del día nublado, del vaho de la puerta de entrada, de los grabados en las paredes que evocaban aventuras coloniales; de los espejos y las lámparas de bronce del Café.
A veces movía los labios como si rezará o le hiciera confidencias a su yo de ahora, más viejo, más solo o más ensimismado.
Por fin el camarero lo avistó. Un vaso de agua y un café.
Pagó con una moneda que dejó justo en el centro de la palma del camarero. Lo hizo repasando con los dedos los contornos del dinero y de la mano del empleado, que se dejaba hacer.
Antes de abandonar el Café, recorrí con un dedo, como haría un ciego, el mango de buena madera de su paraguas negro, comprobé en mi cámara la foto robada y me perdí entre la lluvia mansa y los turistas del Chiado.